lunes, 19 de diciembre de 2011

AQUEL PRIMER AMOR


El viento es un caballo.
P. Neruda


Nunca uso paraguas, me estorba ser una sombra entre los charcos del olvido. Por eso prefiero la lluvia, por eso y porque fue un viernes de lluvias cuando me dieron el primer beso.

Ver llover, ver caer las tormentas sobre las espaldas de uno, me da una gran alivio de sentirme vivo y de recordar ese beso, un beso corto, demasiado corto para no sentirlo.

Fue en 1986 en la feria de San Pedro Sula, cuando salí del colegio nocturno, abandoné la esperanza de estudiar en mi casa y salí corriendo con mi compañero de aula, Javier Olivares se llamaba, y nos perdimos entre las multitudes huérfanas de la suerte en un carnaval chillante de colores y sórdido de música.
Nos cansamos de caminar y Javier se sentó en la acera, se quitó los zapatos y me dijo:

- Sentate viejo-

Yo con 15 años volados en el prodigio de la aventura, me tire en el pavimento y vi las estrellas como una pantalla de atari allá a lo lejos, el infinito parecía un ojo de mujer y Javier me decía:

- comamos baleadas-

Y yo le explicaba que no andaba un tan solo peso, y el decía que andaba tres, así que él se fue a comprar las baleadas más baratas de la feria… y se perdió, lo busqué por horas enteras y nunca lo encontré y de tanta búsqueda en ese laberinto de gentes en medio de aquella bullaranga, fui a dar a un un carrusel de caballitos.

Me los quedé viendo, eran como la ruleta rusa, como una parcela de juguetes sin dueños, me acerqué a ellos mientras los niños gritaban, y yo me acerqué más para cubrirme de aquella tormenta que se desató sin avisos, y yo bajo el toldo de láminas coloradas me puse a ver lo más triste que un hombre solo puede ver:
Un carrusel de caballitos desnudos en la madera pintada, y los niños arriba de aquellos animalitos disecados en un tronco, y volaban y cerraban los ojos en el viento; y los caballitos desbocados en la rueda de la fortuna, y las luces eran luciérnagas y los niños nunca se bajaban y los caballitos se desmayaban del cansancio y las patas llenas de lodos en la madera pintada y yo viéndolos, y viendo la lluvia y no paraban ni los caballitos ni las lluvias, y el niño que los mecía desde una palanca, no entendía nada más que aquel algodón rosado que se tragaba como quien se come el mundo.
Y yo viéndolo y yo con hambre, y me metía las manos a la bolsa para buscar el milagro que Dios, que de repente pusiera 5 pesos en ellas y descubrir el nuevo evangelio que multiplicaba panes, y metía las manos y nada.

Y la lluvia no paraba y de repente sentí una sombra a mi lado: Era una muchacha de 20 años, con una blusa azul, y un jeans amarrado con un pañuelo gitano envés de fajón, tenía el pelo corto y los ojos resplandecientes, y se miraban los caballitos en sus ojos y ella parada junto a mí, viendo el carrusel y todos los niños riéndose, y ella también.

Jamás supe cómo llegó allí a clavarse en la tierra espesa de las lluvias infinitas… Y la gente corría para todos lados y solo nosotros parados bajo la carpa de láminas del carrusel, nunca me dijo nada solo me miraba y yo baje la mirada, y agradecí a Dios ese don maravilloso de no ver los rostros de nadie cuando llueve…
Y ella me dio la mano y me dijo el nombre y yo no dije nada, y me sonreí y nada más. Nunca sé que palabras decir después de “hola”, ese hola era el fin y el principio del mundo y hasta allí funcionaba el encanto juvenil de mi torpeza inocente frente a cualquier mujer.

Nos quedamos bajo la lluvia y me dijo que le gustaban mis tenis, unos Reebok negros de aquel 1986, gastados ya, con un jeans celeste descolorido por el abandono, y mi camisita mojada, mi camisita de manta que mamá me había regalado una navidad y que usaba como formalidad en mi oficinita del periódico donde trabajaba…

- Son las 10 de la noche… acá te vas a quedar- me preguntó…

Y yo pensando que el bus ya se había marchado y que el tal Javier se comió las baleadas y no pensaba más que en eso y dije que me iba a la casa, mintiendo… Yo sin un peso en la bolsa sabía que esa noche era larga y nos fuimos caminando en medio de aquellas multitudes de nómadas en el pavimento. Me tomó de la mano…

- para que no te pierdas - me dijo…

Y yo temblando me fui arrastrando los pies detrás de ella, como 5 años atrás, cuando mi mamá me llevaba al mercado y me decía agárrese bien para que no se me pierda y yo me sentí el niño aquel con mi mamá en medio de luces y música desbaratada en la noche de un 8 de junio de 1986. Y sonaban los Silver Star, y el Sambunango Teleño se disparaba más de mil veces, y los Roland y Moisés Canelo entarimado cantando:

Llegaste cuando no te esperaba,
Cuando mis ilusiones se me escapaban
llegaste tuuuuuu….

Y la lluvia ya había pasado y llegamos a la casa de ella, y yo asustado sin saber qué hacer, y me dijo:

- Te veo mañana-

…y yo dije sí, me quedó viendo, me apartó el pelo de mi ojos cerrados por los vidrios mojados, me quitó los lentes y los limpió con la falda de su blusa, y me dio un beso.

El mundo naufragó bajo la lluvia repetida en las aceras, y me fui buscando la vida en las calles, mirando la gente borracha y los músicos ya tirados en las tarimas descansando, y ya eran las 4 de la mañana y Javier nunca apareció y Moisés Canelo cantaba “noche de luna en la Ceiba”, y me senté en una banca del parque central, ya sin mucha gente, sin luces y el cielo ya estaba despejado y todo parecía un campamento de refugiados del crepúsculo, refugiados del olvido.

Y yo con el corazón latiendo como quien carga un reloj bajo la piel y vi los charcos de lodo de las tormentas pasadas y extrañe la lluvia desde ese momento.

Por eso no uso paraguas.



A Yamileth, en cualquier carrusel que esté.





Allan Mcdonald

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